ANA MARIA BATTISTOZZI.
De allí que buena parte de las obras de arte actual no necesariamente sean estéticamente placenteras y dejen de lado cuestiones que en otro momento fueron fundamentales, como la armonía del color y la forma. Tal el caso del inquietante tramo de pierna con media y zapato que asoma de una pared en una obra del estadounidense Robert Gober, el famoso urinario de Duchamp que irrumpió con el nombre de "Fuente" en la escena temprana de 1917 o la taza peluda de la alemana Meret Oppenheim, que le siguió en 1936.
Esto significa que desde hace tiempo el ámbito del arte dejó de ser el lugar privilegiado de la experiencia estética. En cambio, vemos que lo estético se encuentra disperso por todos lados en la vida cotidiana, en el diseño, en la publicidad y en la gráfica. Hoy una composición de Mondrian, originalmente inspirada en la teosofía y el pensamiento místico, aparece como motivo de cafeteras, termos, bares, corbatas o camisas. El filósofo Gianni Vattimo ha llamado "estetización difusa" a esta ambientación que nos ofrece la vida contemporánea. La pregunta sería: ¿esto es bueno o malo? ¿No era una ambición de la vanguardia que el arte se fundiera con la vida?
La cuestión gira en torno de la pérdida de significado de una obra cuando entra en el circuito de la reproducción y el diseño masivo. Por eso, en lugar de apelar a los sentidos, muchas obras del presente se corren de ese lugar y se dirigen a la reflexión con la intención de alentar un pensamiento crítico.
Hubo un tiempo en que, tanto por su factura como por los materiales utilizados, los objetos de arte se mostraban claramente como pertenecientes al universo del arte. Se trataba de pinturas al óleo, sobre telas o tablas, debidamente enmarcadas, o esculturas realizadas en mármol, piedra o bronce que representaban algo del mundo exterior que por fuerza debía ser reconocible. Entonces era la imitación lo que definía a una obra de arte. Durante un largo período histórico —el que va de 1300 a 1900— se supuso que para ser una obra de arte, y en especial una obra de arte visual, tenía que imitar con fidelidad la realidad. Y sólo aquéllas que lo lograban a partir de una especial aptitud manual y perceptiva llegaban a conmover al espectador.
Podían diferir los códigos y maneras de esa representación —ciertamente los de la pintura barroca no eran los mismos que los del Renacimiento o el clasicismo y mientras unos se apoyaban en los contrastes de masas pictóricas subrayadas por el uso del color, los otros podían hacerlo en las definiciones de la línea— pero a pesar de esas diferencias todo en ellas, desde los materiales a las estrategias de crear esa ilusión de lo real, funcionaba como manifestación del ser del arte.
Hoy nada es tan claro. "Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente", escribió Theodor Adorno, en las primeras líneas de su Teoría Estética, publicada en 1970. Continuaba así: "Nada es evidente, en el arte mismo, ni en su relación con la totalidad ni siquiera en su derecho a la existencia".
Así, pareciera que el arte ha llegado a un punto en que no tiene ningún a priori y permanentemente renueva su definición. Así, nos encontramos con que una obra puede utilizar el cuerpo del propio artista, como las de la francesa Orlan; combinar tubos de luz fluorescente de fabricación industrial de diferente tamaño, como las del norteamericano Dan Flavin; rezagos o desperdicios con pintura, como las de Antonio Berni, Robert Rauschemberg o Edward Keinholz; usar fieltro, como las de Robert Morris; luz como material escultórico, como los artistas del arte povera; o directamente un tiburón en formol, como el inglés Damian Hirst.
Esto significa que desde hace tiempo el ámbito del arte dejó de ser el lugar privilegiado de la experiencia estética. En cambio, vemos que lo estético se encuentra disperso por todos lados en la vida cotidiana, en el diseño, en la publicidad y en la gráfica. Hoy una composición de Mondrian, originalmente inspirada en la teosofía y el pensamiento místico, aparece como motivo de cafeteras, termos, bares, corbatas o camisas. El filósofo Gianni Vattimo ha llamado "estetización difusa" a esta ambientación que nos ofrece la vida contemporánea. La pregunta sería: ¿esto es bueno o malo? ¿No era una ambición de la vanguardia que el arte se fundiera con la vida?
La cuestión gira en torno de la pérdida de significado de una obra cuando entra en el circuito de la reproducción y el diseño masivo. Por eso, en lugar de apelar a los sentidos, muchas obras del presente se corren de ese lugar y se dirigen a la reflexión con la intención de alentar un pensamiento crítico.
Hubo un tiempo en que, tanto por su factura como por los materiales utilizados, los objetos de arte se mostraban claramente como pertenecientes al universo del arte. Se trataba de pinturas al óleo, sobre telas o tablas, debidamente enmarcadas, o esculturas realizadas en mármol, piedra o bronce que representaban algo del mundo exterior que por fuerza debía ser reconocible. Entonces era la imitación lo que definía a una obra de arte. Durante un largo período histórico —el que va de 1300 a 1900— se supuso que para ser una obra de arte, y en especial una obra de arte visual, tenía que imitar con fidelidad la realidad. Y sólo aquéllas que lo lograban a partir de una especial aptitud manual y perceptiva llegaban a conmover al espectador.
Podían diferir los códigos y maneras de esa representación —ciertamente los de la pintura barroca no eran los mismos que los del Renacimiento o el clasicismo y mientras unos se apoyaban en los contrastes de masas pictóricas subrayadas por el uso del color, los otros podían hacerlo en las definiciones de la línea— pero a pesar de esas diferencias todo en ellas, desde los materiales a las estrategias de crear esa ilusión de lo real, funcionaba como manifestación del ser del arte.
Hoy nada es tan claro. "Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente", escribió Theodor Adorno, en las primeras líneas de su Teoría Estética, publicada en 1970. Continuaba así: "Nada es evidente, en el arte mismo, ni en su relación con la totalidad ni siquiera en su derecho a la existencia".
Así, pareciera que el arte ha llegado a un punto en que no tiene ningún a priori y permanentemente renueva su definición. Así, nos encontramos con que una obra puede utilizar el cuerpo del propio artista, como las de la francesa Orlan; combinar tubos de luz fluorescente de fabricación industrial de diferente tamaño, como las del norteamericano Dan Flavin; rezagos o desperdicios con pintura, como las de Antonio Berni, Robert Rauschemberg o Edward Keinholz; usar fieltro, como las de Robert Morris; luz como material escultórico, como los artistas del arte povera; o directamente un tiburón en formol, como el inglés Damian Hirst.